Este refrán establece una relación clara entre la juventud y la vergüenza, que puede ser de tipo inverso. Es decir, con los años y la experiencia supuestamente aprendemos que determinado actos o comportamientos deben ser más moderados y adaptados a las situaciones, los lugares concretos y a las características de los que nos rodean, impidiendo así ser calificados como sinvergüenzas. Sin embargo esto no se da en la juventud, cuando se empieza claramente a liberarse de la tutela de los padres.